-Justo ahí.
Amaury le señaló a Javier la mecedora donde Alex se pegó un tiro. Se voló la cabeza, mejor dicho.
Cuando Javier finalmente llegó a La Colonial todas las emociones de infancia se arremolinaron en su pecho. Allí, a diferencia de San Juan, las cosas no habían cambiado. Era 13 de febrero, y aunque el invierno en la provincia de San Juan no era como en las películas, a las 10 de la mañana, la hora en que llegó Javier, hacía un frío de los mil demonios. No era extremo, quizás unos 12 grados, pero lo suficiente para ver a las personas sentadas en las aceras y contenes como polluelos recién salidos del cascarón, buscando los rayos del sol.
Sin embargo, era en las noches cuando el frío realmente se volvía un castigo. Si eras inteligente, dormías con dos pantalones, tres o cuatro camisas y medias en las manos y en los pies. El frío se filtraba por las paredes de madera y se colaba en los techos de zinc con la malicia de un verdugo invisible. Y si el frío no era de los mil demonios, al menos rondaba los cien o doscientos.
—Eso dicen todos los que se van —Amaury, le dio una palmada en la espalda—. Que las cosas nunca cambian, ¿no?
Javier concedió con un encogimiento de hombros.
—¿Cómo fue el viaje? —preguntó Amaury.
—Largo. Más de lo que recordaba —Javier miró a su alrededor, sintiendo la nostalgia mezclada con algo más oscuro, una sensación pegajosa que no podía sacudirse.
Amaury asintió como si comprendiera. Luego le hizo una seña a un criado para que tomara el bulto de Javier y lo llevara a la habitación que le habían preparado.
«¿Hay criados?» observó para sus adentros Javier. —Déjalo —dijo con un ademán, rechazando la ayuda—. No pesa nada, puedo llevarlo yo mismo.
El criado se detuvo por un momento, pero Amaury solo sonrió y le hizo un gesto para que se retirara. Javier se acomodó el bulto al hombro y comenzó a subir la escalera con paso lento. Prefería recorrer por su cuenta el pasillo que conducía a su habitación, un corredor donde en su infancia se encontraban la mayoría de las habitaciones de sus tías y tíos. Mientras caminaba, sus ojos recorrieron cada rincón, notando las remodelaciones.
Amaury había transformado la casa. Ahora el techo del segundo nivel era de concreto, dejando atrás las viejas láminas de zinc que traqueteaban con el viento. La madera desgastada había sido reemplazada, los corredores pulidos, los muros reforzados. Y aún así, a pesar de todo, Javier se dio cuenta de que, de alguna manera, amaba aquella casa. A pesar de los cambios, aún sentía la esencia de lo que había sido. Como si, bajo la superficie renovada, los cimientos viejos aún respiraran, escondidos bajo capas de cemento y pintura.
Antes de entrar a la habitación, se detuvo. Sus ojos se elevaron al techo, sobre la cama.
—¿Lo recuerdas? —preguntó Amaury con una sonrisa enigmática.
Javier no respondió de inmediato. Su mirada seguía clavada en ese punto específico del techo, donde un recuerdo dormía como una sombra silenciosa. Podía casi escuchar el eco de su niñez, las risas de él y de su primo, inconscientes al dolor familiar, el dolor escondido, resonando en aquel pasillo.
—Será una historia divertida que contar en la cena —añadió Amaury con un tono casi casual. Vamos, entra. Date un baño y cuando te cambies baja a verme. Quiero que veas el patio. Más tarde vendrán todos. Los he invitado.
Javier se quedó en silencio, sin saber qué responder.
—¿A los muchachos? —dijo Amaury. Los he invitado a todos.
Javier asintió, pero su rostro permaneció inescrutable. «Todos» eran aquellos niños con los que compartió su infancia, aquellos con quienes alguna vez corrió por los campos y trepó los árboles. Pero el tiempo había hecho lo suyo, y ninguno de ellos había mantenido contacto. Salvo Alex. Alex, que antes de matarse lo llamó en medio de la noche con el tono de alguien que ya había visto el otro lado. Ese Alex que, justamente, fue a matarse en aquella casa: la casa de los muertos.