Capítulo 9: La muerte espera

Dos jóvenes en una orilla oscura del río por la noche. Uno yace empapado y exhausto sobre el barro, mientras el otro, arrodillado, lo observa tras haberlo rescatado. Detrás, el río envuelto en neblina y árboles retorcidos crea una atmósfera de tensión y misterio.

Sammi sintió la presión de unas manos firmes tirando de él, arrastrándolo fuera del agua. Tosió violentamente, expulsando el agua helada que se le había metido en los pulmones, y su cuerpo se desplomó en la orilla del Merenguero como un saco de huesos empapados. El frío se le pegaba a la piel como una segunda capa, la ropa mojada pesándole sobre el cuerpo. La noche estaba demasiado oscura, el sonido del río aún bramando en su oído como si no quisiera dejarlo ir.

—¡Mierda! —escupió, con la voz rasposa—. Casi me muero ahí.

Amaury, aún respirando con fuerza por el esfuerzo de sacarlo, se dejó caer sobre la tierra húmeda.

—Eso te pasa por meterte solo al río, borracho y a esta hora —replicó, entre jadeos—. ¿Qué carajos estabas haciendo ahí dentro?

Sammi tragó saliva. La garganta le ardía y sentía cada palabra como un zumbido grave en el pecho. Pensó en contárselo, en decirle que primero creyó ver a una persona y luego un caballo hinchado con algo moviéndose dentro, pero lo descartó al instante. Sonaba ridículo. Él mismo no estaba seguro de qué había sido real y qué parte era un delirio de su mente empapada en alcohol. Pero lo que más le perturbaba era que aún sentía que algo lo observaba, incluso fuera del agua, incluso ahora, con Amaury a su lado.

—Ni yo sé, carajo —respondió finalmente—. Un momento estaba bien, y al otro, el río me jaló.

Amaury resopló, observándolo con una mezcla de incredulidad y cansancio.

—Qué suerte la tuya. Esta parte del río no solo está lejos del pueblo, sino que es uno de los tramos más peligrosos. Si te hubieras soltado un poco más, el agua te habría tragado. —Su tono era serio, pero había algo en su voz, algo tenso. Como si él mismo estuviera procesando la casualidad.

Sammi levantó la mirada, frunciendo el ceño.

—¿Y qué carajo hacías tú aquí, entonces? —preguntó con suspicacia.

Amaury sonrió de lado, casi avergonzado.

—Perseguía un perro.

Sammi arqueó una ceja.

—¿Un perro? ¿A esta hora? ¿En esta parte del río? —se burló, sacudiendo la cabeza—. Hermano, si alguien tiene que explicar qué demonios estaba haciendo aquí, eres tú.

Amaury suspiró, quitándose la camisa mojada. La humedad le pegaba la tela a la piel, y por un momento, pareció dudar antes de responder.

—Escucha…

Un chapoteo seco en el agua interrumpió la frase. Amaury se giró y miró hacia el río.

—Solo son peces —dijo tras una pausa. Sammi se tensó. Por el momento no quería saber nada del río ni de lo que dentro de él hubiera.

Sammi dejó escapar una risa baja y ronca.

—Lo siento, lo siento. En mi condición, no estoy para replicarte qué haces aquí. Lo que debo es estar agradecido.

Amaury negó con la cabeza. El río parecía más oscuro ahora, más callado, como si escuchara la conversación.

—La vida es una vaina rara, ¿verdad? —dijo Sammi de repente, con la mirada clavada en la corriente—. Un minuto estás bebiendo, el siguiente casi te ahogas, y luego, por alguna jodida casualidad, te sacan del agua.

Amaury asintió lentamente, pero su expresión no era relajada. Era como si también sintiera que algo estaba fuera de lugar.

—Sí. Pero lo importante es que no te moriste.

Sammi soltó un bufido.

—Supongo que debo agradecerte por eso y por el hecho de que ni te lo pensaste.

Amaury sonrió.

—Dime algo que no sepa. Además, cualquiera de nosotros lo haría por ti.

«Nosotros», pensó Sammi, sabiendo que Amaury hablaba de su grupo de amigos. Lo sabía: cualquiera lo haría. Cualquiera menos Javier. Bueno, tal vez no. Tal vez sí. Quién sabe.

—No, en serio —Sammi se inclinó hacia adelante, frotándose las manos—. No puedo morirme. No ahora.

—¿Y por qué no? —preguntó Amaury, arqueando una ceja.

Sammi lo miró fijamente antes de responder.

—Porque últimamente hay demasiadas cosas muertas en este pueblo.

El silencio entre ambos se hizo más denso. La corriente parecía haberse ralentizado, como si el río, también, estuviera esperando su turno para hablar.

—Demasiadas cosas muertas —repitió Amaury—. Pero no las cosas que no pueden morir.

—No sé qué coño significa eso. Lo que sí sé es que más de uno en ese condenado pueblo le hubiera gustado que el río hubiese terminado el trabajo conmigo.

—Ya lo dijiste tú mismo. No te puedes morir. No ahora —el que lo dijera Amaury sonó extraño para Sammi. Ninguno de sus amigos de la infancia lo trataba como una cosa rara, como el malandrín, como el tipo que todo el mundo creía capaz de cualquier cosa. Cosas que iban de riñas hasta sacarle las tripas y dejar tirados, por diversión, animales despellejados que ningún otro ser vivo haría.

—La verdad —dijo Amaury— es que vine más por el rumor sobre una cabra de la finca de los Rosarios.

—¿Una cabra de los Rosarios?

Amaury asintió.

—La encontraron hecha un desastre. No fue un simple ataque. La gente está hablando otra vez, como en los tiempos del chupacabras.

—¿Y qué dicen? —preguntó Sammi, intrigado.

—Que no hay ningún animal salvaje en este país capaz de hacer algo así. Y menos en La Colonial.

Sammi pasó la lengua por sus labios secos, pensando: como al pobre chupacabras, sabrá Dios qué animal feo de nacimiento culparon de eso. Así como tarde o temprano lo culparían a él.

—Tal vez un puercocimarrón. Aunque quedan pocos en el país.

—Tal vez —Amaury sostuvo su mirada por un instante—, pero quería confirmarlo con mis propios ojos. Y fue cuando te vi.

—Entonces, ¿me salvaste por accidente? —preguntó Sammi con burla, pero Amaury lo miró con seriedad.

—Digamos que fue casualidad. Pero también dicen que nada es realmente casual. Y hablando de coincidencias… aprovecho que te he hallado para decirte que Javier va a volver.

El río, antes ensordecedor, pareció contener la respiración. La noche se cerró un poco más alrededor de ellos.

…Dicen que nada es realmente casual…

Y últimamente, en La Colonial, la muerte ya no ronda: espera.

Capítulo 7: BOOM

Capítulo 8. Sammi

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