
—¿Y al Bacá?
Sammi había visto la sonrisa de Javier, y sabía que en su pregunta había malicia. Todos los niños le temían al bacá, incluso algunos adultos. Pero no, Sammi no le daría la satisfacción de quedar como un miedoso delante de Lora y Laura. No importaba si en su interior sentía un leve escalofrío al escuchar ese nombre. No iba a titubear, no iba a darle a Javier esa victoria. Aun cuando en ese momento era solo un niño, iba a luchar contra quienes quisieran pasarse de listos con él. Incluso si ese era el líder de su reducido grupo de amigos.
Ahora estaba allí, tomando en una de las rocas que daban al Merenguero, escuchando al río bramar como si estuviera alzando un grito al cielo, proclamando su existencia. Yo también estoy aquí, parecía decir, así como los ríos de la prehistoria, yo bramo aquí. O tal vez eso era lo que Sammi quería hacer él mismo, pero si alguien lo viera, solo verían al malandrín del pueblo.
—Un cliché —murmuró con amargura, mientras bebía un trago de vodka que le supo a gloria.
Eso era lo que él era. Un cliché. Su historia era repetitiva hasta el cansancio en cualquier novela o película. Y en la vida real. Un niño maltratado que con los años se endureció hasta convertirse en lo que todos esperaban de él: el malandrín. No un hombre, no una persona con matices, solo un personaje predestinado al desprecio del pueblo.
Pero la verdad era que estaba llorando. Lloraba por Alex.
También había llorado por Laura, cuando con los años la vio hundirse más y más en la locura. Por supuesto, la había odiado tras lo que pasó en la cabaña, pero con el tiempo, la rabia se había transformado en otra cosa. Primero en confusión, luego en pena. Tal vez sentía pena por ambos.
Porque, después de todo, también la había amado. Ella había sido su primera vez, como él la de ella. Tras una vida lidiando con el desprecio y el abandono, ese momento debió haber sido suyo, algo hermoso, una pequeña luz que la vida le concedía. Pero luego vino su expresión. Ese terror, ese asco… No podía explicarlo. No podía entenderlo. Primero lo confundió, luego lo hirió, y después, lo enfermó.
—Había una cosa en la habitación —había justificado una Laura ya perdida en la locura.
Eso no fue lo que todos entendieron. Lo que escucharon fue lo que querían escuchar: que Sammi, el malandrín, la había violado. Que se había aprovechado de su locura, que la había forzado. ¿Qué más podía esperarse de alguien como él?
Sammi jadeó, el llanto atrapado en su pecho, ahogándolo como si fuera un niño pequeño. Se llevó la botella a los labios y bebió, como si el alcohol pudiera arrancarle de la garganta aquello que no sabía nombrar.
—Este va por ti, amigo —murmuró, alzando la botella en un gesto torpe—. Diablos, viejo… ¿un tiro en la boca? ¿Es en serio? Maldito seas, hermano. También tú me has hecho daño.
El río rugió con más fuerza, y por un momento, creyó escuchar algo más entre las corrientes de agua. Algo que no era viento ni murmullo de la noche. Algo que lo llamaba por su nombre.
Se acercó al borde del río. Frunció el ceño. Había algo flotando corriente abajo.
El agua era oscura, pero la forma era inconfundible. Una persona. Sammi parpadeó, la confusión nublándole la mente. ¿Alguien ahogándose? Buscó desesperado algo para ayudar, un tronco, una rama, cualquier cosa. El río era profundo, traicionero, pero Sammi era un buen nadador. Si podía darle algo a lo que aferrarse, tal vez…
Se inclinó más, sosteniendo una rama extendida sobre el agua. La figura flotante se acercó, arrastrada por la corriente, y entonces algo lo jaló. O tal vez fue él quien resbaló, pero de pronto sintió el frío del agua envolviéndolo, el peso de la corriente empujándolo con fuerza. Se debatió, maldiciendo, con los músculos tensos por la sorpresa.
Y entonces, lo vio.
No era una persona. Era un caballo muerto.
El cadáver hinchado giró en el agua, la piel abultada y resquebrajada por la hinchazón. Su boca, entreabierta, parecía congelada en un último relincho mudo. Ojos lechosos y hundidos en cuencas ennegrecidas lo miraban sin verlo, y de su hocico escapaban burbujas, como si aún intentara respirar bajo el agua.
Sammi sintió el horror en su pecho, un terror primitivo, irracional. El peso del agua y de la noche lo rodeaban, y la figura del animal flotaba cerca, su silueta deformada por la corriente. El lomo del caballo sobresalía del agua, abriéndose en llagas pálidas y piel resquebrajada. Algo se movía dentro de sus entrañas abiertas.
Sammi sintió el impulso de gritar cuando vio un bulto agitándose en el costado del cadáver. Algo estaba dentro de él. Algo vivo.
Pateó con fuerza, luchando contra la corriente para alejarse de la cosa muerta, pero el río lo arrastraba hacia ella. El agua se tragaba su grito, el frío clavándose en su piel como si fuera una garra.
La boca del caballo se abrió más, como si lo invitara a entrar.
El río siguió su curso, arrastrando el cuerpo río abajo.
Y Sammi, jadeando, con el agua helada en sus huesos, sintió que algo más flotaba en el fondo de su mente.
Algo que le decía que lo que acababa de pasar no era una coincidencia.
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