
Lora despidió a su amiga con un abrazo, agradecida por los cuidados que esta tuvo con su hija. Sentía el peso del cansancio en sus hombros. Se quedó sola con la niña, quien dormía profundamente en su cuna. Parecía un ángel, un ser puro que Dios debía cuidar. Y, aun así, las palabras de la conversación anterior seguían resonando en su mente.
Nadie va a recordar tu nombre dentro de tres generaciones.
Intentó sacudirse aquel pensamiento. ¿Qué importaba? Se convenció a sí misma de que, al final, uno simplemente hace lo que puede para sobrevivir. Ya se preocuparía por la otra vida cuando llegara el momento. La existencia se resumía en lo mismo para todos: nacer, reproducirse y morir. Morir… La palabra pesaba más que antes. Se había instalado en su mente con una presencia inquietante.
¿Le tenía miedo a la muerte?
No, no era exactamente eso. Lo que realmente le aterraba no era el hecho de morir, sino cómo morir. Como una cebra en las fauces de un cocodrilo. O dos, uno tirando de un lado mientras el otro giraba en un remolino de sangre y huesos fracturados, en ese momento exacto en que el destino se decidía con un crujido final. Crash. No era el sonido lo que la atormentaba, sino imaginar el dolor. La desesperación de un ser consciente de que su fin había llegado. Se estremeció.
—Dios, ¿qué me pasa? —murmuró para sí misma.
Cayó en la cuenta de que estaba sola con su hija. Una niña de tres años.
Y pensar que él dijo que daría la vida por ella y por Carla.
Pero también dijo otra cosa antes de irse. «Tú mereces la soledad. Mereces todo lo peor que le pueda pasar a una persona.»
Y se fue, sin inmutarse por la niña por quien, según sus propias palabras, también daría la vida.
Lora se dio cuenta de que lo estaba culpando, pero en el fondo sabía que fue ella quien lo empujó fuera. Ella lo engañó. ¿Por qué? Porque no tenía el brillo del deseo.
Volvió a caer en cuenta en su soledad y en cómo los dos o tres tragos que había tomado hacían un remolino con frases de la conversación de antes y su propia premonición.
De todas las cosas en las que podía pensar, su mente había decidido aferrarse a la muerte. Intentó enfocarse en algo más, en el leve susurro del viento entrando por la ventana, en la respiración pausada de su hija, en la quietud de la noche. Pero la inquietud seguía ahí, enterrada en su pecho como una espina invisible.
¿Y si un día su hija también desaparecía? No en la adultez, no con la tranquilidad de la vejez. Sino ahora. En la inocencia. En la vulnerabilidad de los que no tienen poder para defenderse. Sintió un vacío en el estómago, una náusea invisible que no provenía del cuerpo, sino de la mente. ¿Cuántas madres habían sentido eso antes? ¿Cuántas habían mirado la cuna vacía y supieron, en ese instante, que la vida no volvería a ser la misma?
Entonces un pensamiento oscuro se abrió paso, helándole la sangre. ¿Y si ahora mismo algo cayera sobre el techo? No cualquier cosa. No una rama, no la brisa de la noche. Eso. Aquello de lo que hablaban en susurros, lo que se movía entre sombras y se posaba sobre los techos, esperando el momento exacto para alimentarse. ¿Una bruja? Eso decía el consejo, y aún así, nadie estaba totalmente seguro, ni siquiera los que lo afirmaban con sus oraciones para espantarla.
Imaginó el peso sobre las láminas de zinc, la vibración ligera que despertaría un instinto primitivo en su pecho. Imaginó las uñas —o lo que fuera que tuviera por extremidades— arañando el techo, buscando el sitio preciso, justo encima de la cuna de su hija. Sintió el impulso irracional de levantarse y correr, de tomar a su bebé en brazos y huir, pero ¿hacia dónde? Si eso estuviera aquí, no habría refugio.
Respiró hondo. Tal vez había calculado mal las copas porque su ansiedad repentina solo podía ser borrachera. La ira le ardía en la garganta, una ira frustrada, sofocante. No era una ira que quemaba, no era una furia que gritaba o que destrozaba cosas. Era una copa de ira servida con paciencia, que se enfriaba lentamente con el tiempo, pero que seguía ahí, intacta. No iba a golpear la mesa, ni a gritarle a nadie, ni a exigir explicaciones a quien ya no estaba. Pero sí iba a recordarlo. Recordar cómo alguien que había jurado amor, que había prometido protegerlas, había sido el primero en abandonarlas.
Mañana sería un nuevo día. Y, con suerte, la muerte dejaría de rondar sus pensamientos… al menos por un tiempo.
—… para ponerse a comer.
No quería imaginarse nada. Pero no pudo evitar el pensamiento. En medio de una conversación… Eso no era lo que quería decir aquel hombre, amigo de su novio, con su crucifijo distintivo. No era porque aquello, encima del techo, interrumpiera una conversación banal sobre comida. Era porque, en medio de tanta gente, aquella cosa era lo suficientemente audaz, o quizás descarada, como para no importarle que había testigos mientras chupaba la sangre del niño.
Nadie va a recordar tu nombre dentro de tres generaciones. ¿Acaso tenía sentido que alguna vez alguien lo hiciera? ¿Acaso importaba que la memoria humana fuera un río de olvidos inevitables? Se preguntó si en algún otro mundo, en otra dimensión, existían seres que no estaban condenados al ciclo de nacer y desvanecerse. Seres que no morían. Seres eternos.
Si la vida en la Tierra es así, con presas y depredadores, con la muerte como única certeza… ¿qué clase de jerarquía existirá en otros lugares? Pensó en criaturas que no conocían la muerte, que existían más allá del tiempo, más allá de la fragilidad humana. Seres insondables, cuya sola presencia hacía colapsar la razón. Seres para los cuales ella y su hija no eran más que sombras pasajeras.
Los imaginó. Gigantescos, incomprensibles, con formas que desafiaban la lógica. No eran ángeles, no eran dioses. Eran algo peor: indiferentes. Inmensos y sin emoción, devorando a los suyos en un ciclo eterno. Y lo más aterrador no era que existieran, sino que quizá ya estaban aquí. Que quizá los humanos eran solo alimento, algo que esas cosas devoraban sin prisa, sin necesidad de ocultarse.
Porque algunos depredadores son lo suficientemente cínicos como para comer en medio de la multitud. Entre la gente. A plena vista.
—Siempre son los hogares de los pobres donde, casualmente, una bruja se chupa a los niños. En casa de ricos, se llamaría desnutrición —pensó con amargura.
La frase se quedó suspendida en su mente, dejando un eco frío en su interior.
Estaba dormitando ya, suspendida entre el peso del vino sin saber si dormía o estaba despierta, tocando con amor maternal el pequeño cuerpo de su hija.
BOOM.
Algo cayó en el techo.