Javier y Amaury dejaron atrás La Compañía y tomaron el camino a casa. La historia de Alex flotaba en la cabeza de Amaury. El niño tenía los ojos muy abiertos, apretando el paso para no quedarse atrás.
No era un trayecto largo, pero tenía su propio reto: la grava. Pilas de piedras grises, amontonadas como pequeñas colinas, esperaban ser esparcidas para pavimentar las calles. Pero, mientras eso pasaba, para los niños del barrio eran montañas de aventuras. Subían y bajaban, resbalaban y volvían a intentarlo, desafiándose mutuamente en una carrera que solo ellos entendían.
A la derecha, en la entrada de un terreno más amplio al que llamaban el parqueo, un gato los observaba desde la esquina, inmóvil, como si vigilara el territorio. No era un estacionamiento como tal, sino un espacio despejado donde la gente había podado la maleza con la intención de usarlo para cualquier cosa: reuniones, juegos, o simplemente como atajo.
Justo al frente del parqueo, estaba la casa de Javier.
El parqueo, más que un simple espacio abierto, era una frontera entre dos mundos. A la derecha, una hilera de casas bien construidas, con paredes firmes y techos de zinc nuevo, pertenecientes a las familias más acomodadas del sector. A la izquierda, parcelas de tierra donde los dueños cultivaban de todo: plátanos, yuca, ajíes y hasta algunas matas de cacao. Entre ambos extremos, un camino de tierra que Amaury y Javier cruzaban todos los días para llegar a casa.
Pero antes de entrar, tenían que atravesar el parqueo.El gato los observaba con calma, como si supiera algo que ellos no.
Javier sintió una incomodidad creciente al notar la mirada fija del gato, como si el animal tuviera una intención oculta. Intentó ahuyentarlo con un «¡Shuss!», pero el felino ni se inmutó. Frustrado, se agachó, tomó una piedra y la lanzó. El gato salió huyendo.
—Maldito Gato —dijo Javier.
Entraron y cenaron en silencio. La comida era poca, pero la costumbre de la escasez había apagado cualquier queja. En la mesa, solo había un plato con víveres hervidos y un poco de huevo revuelto, repartido con cuidado para que alcanzara. Comían despacio, acostumbrados a hacer durar cada bocado, a llenar el estómago más con agua que con comida.
El sonido de los cubiertos raspando los platos era lo único que llenaba la cocina. A esas alturas, el hambre era un compañero de la casa, un huésped silencioso que había aprendido a convivir con ellos.
Javier masticaba despacio, con la mirada perdida en la mesa. Amaury, frente a él, removía los víveres con el tenedor sin realmente comer. No tenía hambre, o quizás tenía demasiado miedo para tragar, todavía pensando en la bruja.
Su tía Joselin, sentada a un lado de la mesa, mantenía los ojos en la puerta entreabierta del cuarto de su hermana. Desde ahí, se escuchaba su respiración arrastrada.
—Come, Amaury —dijo finalmente, su voz seca, sin paciencia.
El niño se sobresaltó y se llevó un pedazo de huevo a la boca.
Javier siguió masticando, pero su oído estaba en el cuarto de su madre. La respiración continuaba, húmeda, pausada. Un sonido que él conocía demasiado bien.
Brushhh.
Joselin se levantó y caminó hacia la puerta del cuarto. La abrió un poco más y desde la mesa, Javier pudo ver a su madre sentada en la cama, encorvada, meciéndose levemente hacia adelante y hacia atrás.
Joselin entró con cuidado.
—Hermana… —dijo en un murmullo, casi con resignación—. ¿Ya te tomaste la pastilla?
Javier no escuchó respuesta, solo el mismo sonido arrastrado.
Joselin se inclinó, buscando el frasco de pastillas en la mesita de noche. Lo agitó. Quedaban pocas. Siempre quedaban pocas.
—Si no te las tomas, no vas a dormir, Lidia —susurró.
—Javi… —susurró Amaury cuando él y Javier ya estaban acostados.
—¿Qué?
—¿Y si es verdad lo de la bruja?
Javier suspiró.
—No seas tonto. Las brujas no existen. Son cuentos para asustar.
Se quedaron hablando hasta que el sueño los venció. Afuera, su tía Joselin caminaba de un lado a otro por el pasillo.
Ninguno supo en qué momento se durmieron. En La Colonial, el invierno hacía lo suyo.
BOOM.
Un golpe seco.
Javier abrió los ojos de golpe. Amaury también.
Un crujido lento. Algo avanzaba con pasos pesados sobre las planchas de zinc.
POMM.
El sonido recorrió el techo, deteniéndose justo sobre ellos.
Amaury se aferró a la sábana.
—Javi… —susurró con la voz temblorosa.
Javier tragó saliva.
—Es un gato —dijo, más para convencerse a sí mismo que a su primo.
Un gato… ¿pero desde cuándo pesan tanto?
No podía ser una persona. No podía serlo.
Para subir hasta el techo desde dentro, solo había dos maneras: con la escalera de mano que guardaban en la despensa o trepando la mata de jobo que crecía pegada a la casa.
Pero la escalera rechinaba con el más mínimo movimiento. Era pesada, imposible de mover sin despertar a medio mundo.
Y la mata de jobo… Nadie se pondría a trepar un árbol a esas horas de la noche. ¿Para qué?
Y entonces, ese gato —si es que era un gato— se detuvo justo encima de ellos.
Javier sintió su presencia como un peso en el pecho.
Y en su mente, de forma irracional, supo que lo estaba mirando.
Desde allá arriba.
Era una tontería, y aun así lo sentía. Como si dos ojos felinos se fijaran en él a través del techo. Como si aquella cosa lo estuviera observando en silencio, con la paciencia de un depredador.
El pensamiento se repetía en su cabeza como un eco sin origen. Un gato. Un gato. Un gato.
Pero en el fondo, no sabía por qué esa idea no lo tranquilizaba.
Entonces, sin previo aviso…
AQUELLO SALTÓ.
O voló.
Lo único que quedó fue el silencio.
Javier y Amaury no se movieron, escuchando la noche respirar.
El sueño nunca regresó
