Capítulo 4: El Gato

No era un trayecto largo, pero tenía su propio reto: la grava. Pilas de piedras grises, amontonadas como pequeñas colinas, esperaban ser esparcidas para pavimentar las calles. Pero, mientras eso pasaba, para los niños del barrio eran montañas de aventuras. Subían y bajaban, resbalaban y volvían a intentarlo, desafiándose mutuamente en una carrera que solo ellos entendían.

A la derecha, en la entrada de un terreno más amplio al que llamaban el parqueo, un gato los observaba desde la esquina, inmóvil, como si vigilara el territorio. No era un estacionamiento como tal, sino un espacio despejado donde la gente había podado la maleza con la intención de usarlo para cualquier cosa: reuniones, juegos, o simplemente como atajo.

Justo al frente del parqueo, estaba la casa de Javier.

El parqueo, más que un simple espacio abierto, era una frontera entre dos mundos. A la derecha, una hilera de casas bien construidas, con paredes firmes y techos de zinc nuevo, pertenecientes a las familias más acomodadas del sector. A la izquierda, parcelas de tierra donde los dueños cultivaban de todo: plátanos, yuca, ajíes y hasta algunas matas de cacao. Entre ambos extremos, un camino de tierra que Amaury y Javier cruzaban todos los días para llegar a casa.

Pero antes de entrar, tenían que atravesar el parqueo.El gato los observaba con calma, como si supiera algo que ellos no.

Javier sintió una incomodidad creciente al notar la mirada fija del gato, como si el animal tuviera una intención oculta. Intentó ahuyentarlo con un «¡Shuss!», pero el felino ni se inmutó. Frustrado, se agachó, tomó una piedra y la lanzó. El gato salió huyendo.

—Maldito Gato —dijo Javier.

El sonido de los cubiertos raspando los platos era lo único que llenaba la cocina. A esas alturas, el hambre era un compañero de la casa, un huésped silencioso que había aprendido a convivir con ellos.

Javier masticaba despacio, con la mirada perdida en la mesa. Amaury, frente a él, removía los víveres con el tenedor sin realmente comer. No tenía hambre, o quizás tenía demasiado miedo para tragar, todavía pensando en la bruja.

Su tía Joselin, sentada a un lado de la mesa, mantenía los ojos en la puerta entreabierta del cuarto de su hermana. Desde ahí, se escuchaba su respiración arrastrada.

—Come, Amaury —dijo finalmente, su voz seca, sin paciencia.

El niño se sobresaltó y se llevó un pedazo de huevo a la boca.

Javier siguió masticando, pero su oído estaba en el cuarto de su madre. La respiración continuaba, húmeda, pausada. Un sonido que él conocía demasiado bien.

Brushhh.

Joselin entró con cuidado.

—Hermana… —dijo en un murmullo, casi con resignación—. ¿Ya te tomaste la pastilla?

Javier no escuchó respuesta, solo el mismo sonido arrastrado.

Joselin se inclinó, buscando el frasco de pastillas en la mesita de noche. Lo agitó. Quedaban pocas. Siempre quedaban pocas.

—Si no te las tomas, no vas a dormir, Lidia —susurró.

Un gato negro se posa en el techo de una casa antigua con láminas de zinc oxidadas. En la noche. Sus ojos brillan con un resplandor amarillo, reflejando la luz de la luna. El metal del techo cruje levemente bajo su peso, mientras la noche permanece en un silencio inquietante, como si algo más estuviera acechando en la oscuridad.

Capítulo 1. La llamada Capítulo 2: La casa de los muertos.

Capítulo 3: La Compañía

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