
El agua estaba helada. Pero en el campo, un hombre se baña con agua fría. O eso decían. Javier había dejado de sentir el agua. Su mente flotaba entre el presente y su niñez, cuando, pese a las calamidades familiares y las miradas duras —a veces llenas de lástima— de los pueblerinos, disfrutaba de estar junto a sus amigos. Aquellos niños que querían que su única preocupación fueran los juegos, pero en los 90, ni en ese pueblo, ni siquiera los niños podían ser niños durante demasiado tiempo.
Javier había vivido en carne propia el deterioro de su familia. Pasaron de tenerlo todo, y tras la muerte de Don Gregorio del Carmen, la mala suerte se adueñó de su hogar. Entonces comenzaron los problemas. El huracán George devastó las plantaciones y las pérdidas fueron irreparables, a pesar de los préstamos bancarios. Nada fue suficiente para recuperar lo que una vez tuvieron. La estabilidad se desmoronó poco a poco, y con ella, la infancia de Javier.
Los bancos, antes aliados, se volvieron verdugos. Los intereses crecían, los terrenos se remataron, los amigos desaparecieron. La casa, que un día fue estabilidad, se agrietó hasta parecer una ruina.
En un solo día, la muerte se llevó a dos de los suyos. Amaury, siendo apenas un bebé, y su madre estaban tan enfermos de fiebre que su tío Julio y la madre de Javier decidieron llevarlos al médico. La carretera que descendía del pueblo zigzagueaba a través de la montaña, y en una de esas curvas, el destino se cruzó con ellos. Un camión de cola alargada se había averiado y quedó atravesado en la carretera. No hubo tiempo para nada. El vehículo en el que viajaban impactó contra la mole de hierro con tal brutalidad que decapitó a Julio en el acto y mató a la madre de Amaury. Solo la madre de Javier sobrevivió.
Javier sintió el golpe de la memoria apenas puso un pie en el lugar, mientras se bañaba, o mientras se secaba. También cuando se vestía. Unos pantalones oscuros y una camisa en la misma tonalidad, como si él también debiera guardar el luto. Volvió a mirar hacia el techo.
Será una historia divertida que contar en la cena.
Antes, cuando eran más pequeños, La Compañía había sido su reino: un vertedero cubierto de escombros, donde la maleza crecía sin orden y en su centro un bosquecito se alzaba como una fortaleza secreta. Allí, entre raíces retorcidas y troncos oscuros, vivía una anciana solitaria. Nunca le habían visto hacer conjuros ni hablar con los muertos, pero en los campos las apariencias importan más que la verdad. Una mujer vieja, sola y escondida entre árboles, solo podía ser una bruja.
Javier mantenía la vista fija en el techo
Una historia divertid…
—Aquí vivió la bruja.
La voz infantil de Alex resonó en la mente de Javier como un eco de aquella noche en La Compañía. Mientras observaba el techo, la escena parecía recrearse en su cabeza con una claridad inquietante.
—Dicen que sigue viva.
En sus ojos brillaba la chispa del narrador que sabe que ha capturado a su audiencia.
Nadie respiró.
—Se alimenta de niños —prosiguió, bajando la voz—. Mientras duermen en sus casas, ella trepa a los techos en plena noche y espera… Escucha sus respiraciones suaves, siente su sangre caliente fluyendo bajo la piel. Y si son recién nacidos, mucho mejor.
Lora se abrazó a sí misma. Laura se removió en su asiento, incómoda. Hasta Sammi, que siempre encontraba una razón para burlarse de todo, permaneció en silencio.
—La gente cree que ya murió, pero no. Sigue aquí. En ese bosque.
—Eso es una estupidez —interrumpió Sammi con desdén.
Las miradas se clavaron en él.
—¿No te da miedo? —preguntó Amaury con una sonrisa torcida.
—Yo no le tengo miedo a nada —replicó Sammi con arrogancia.
—¿Ni a las brujas? —intervino Lora, la niña más hermosa que jamás había nacido en aquel pueblo.
—No.
—¿Ni a los muertos? —preguntó Laura, sin saber que esa pregunta la atormentaría por el resto de su vida.
—Tampoco.
Entonces, Javier habló. Su voz cortó el aire como un filo imposible de ignorar:
—¿Y al bacá?
La pregunta flotó en el aire, más pesada que la noche misma.
Por alguna razón que Javier no comprendía, Sammi le desagradaba. Tal vez era esa forma de querer ser el centro de atención, de menospreciar el protagonismo de los demás. Siempre tenía que ser él quien desafiara al miedo, quien se riera en la cara de lo desconocido.
—Mucho menos —contestó Sammi sin vacilar.
Javier lo miró. En sus labios se formó una sonrisa, aunque él mismo no lo supiera. Un gesto diminuto, apenas un destello en la penumbra.
Dentro de él, en lo más profundo, en un rincón de su ser que ni siquiera conocía, una vocecita susurró: