
Lora era una mujer hermosa, la más hermosa que jamás había nacido en La Colonial. Una belleza que parecía sacada de un cuadro antiguo, con una piel de porcelana que no pertenecía al polvo del pueblo. Y, aun así, tuvo la mala suerte de nunca encontrar a un buen hombre.
Había tenido varios, demasiados quizás. El padre de su hija fue el primero en abandonarla, aunque no del todo por su voluntad. Lora lo engañó, lo empujó fuera de su vida, como si quisiera probarse a sí misma que no lo necesitaba. Pero lo necesitaba. Y necesitaba a cada hombre que había tenido después, aunque ninguno se quedara.
Ahora estaba allí, en un restaurante con un espacio abierto al aire libre, tomando con otro más. Uno que hablaba, que reía, que parecía disfrutar de la conversación con los demás.
—Demonios, Arturo —decía uno de ellos, con la seguridad de quien ya ha bebido lo suficiente como para hablar sin filtros—, el problema de los niños no son solo sus gritos. Hoy en día mantenerlos es más caro que mantenerse uno mismo.
Risas. Todos parecían compartir la broma. Lora también rió, pero no parecía realmente parte de la conversación. Solo un relleno. Era hermosa, pero era como si nadie la notara de verdad.
—Bah, ustedes hablan como si criar un hijo fuera solo un gasto —intervino otro hombre, más mayor, con la camisa medio desabotonada y una cruz de oro en el cuello—. Pero, ¿y el propósito de la vida? ¿Quién los va a cuidar cuando sean viejos? ¿Quién llevará su apellido?
—¿Apellido? —dijo Arturo, el más cínico del grupo—. No somos una dinastía, hombre. Nadie va a recordar tu nombre dentro de tres generaciones.
—Ese es el problema de ustedes —interrumpió un tercero, con un tono más agresivo—. Solo ven lo material. La vida no es solo dinero.
—Dile eso a un pobre.
El silencio se posó sobre la mesa por un instante. Lora miró su copa, sintiendo que el debate apenas comenzaba.
—Si hablamos de dinero, criar un hijo hoy en día es un lujo, no una necesidad —continuó Arturo, tomando un sorbo de su trago—. Antes, los hijos eran mano de obra, trabajaban en las tierras, ayudaban a la familia. Hoy, son una inversión sin retorno.
—Es que no se trata de retorno —replicó el del crucifijo, con una mirada de reprobación—. Se trata de hacer lo correcto. Dios dijo: creced y multiplicaos.
—Dios también dijo que no forniques, y mírate.
Risas. El del crucifijo se sonrojó pero no se dio por vencido.
—Los países que dejan de tener hijos se extinguen. Mira Europa, mira Japón. La población envejece y no hay quién los reemplace. Si todo el mundo pensara como ustedes, en cien años no quedaría nadie.
—Pero no todo el mundo piensa como nosotros —interrumpió el novio de Lora, quien había permanecido en silencio hasta ese momento—. Y eso es lo interesante.
Lora sintió un peso extraño en el pecho. La palabra «novio» le sonaba lejana, como si no se tratara realmente de ella. Él nunca le demostraba aprecio, pero tampoco desdén. No había amor, pero tampoco odio. ¿Era acaso por su hija? ¿O simplemente porque los niños no le interesaban en absoluto?
Lo miró buscando aquello que le había atraído, el deseo. Pero esos ojos tenían todo menos eso que ella buscaba. ¿Por qué pasaba tan comúnmente? Los hombres siempre les brillaba el deseo por ella, y a ella le atraía eso, luego ese brillo se iba de ellos y ella terminaba también por desencantarse. Pero hubo un niño una vez que siempre la miró con deseo. Javier del Carmen. No importaba que sus padres o sus abuelos le advirtieran de estar con él. Esa familia está maldita, decían. Su abuelo no se hizo rico de la manera correcta. No, señor, lo hizo metiéndose con vainas. Oh, Dios, ¿qué le importaba que la familia de Javier estuviera en lo que estuvieran? De hecho, si eso formaba parte de la agenda de su mirada, lo desearía con mayor fuerza. Pero el deseo de Javier hacia ella la atrapaba. Como si él fuera esa bestia que la hipnotizara con esas ganas de algún día, sabrá Dios cuándo, comérsela. Y ella se dejaría.
Cruzó las piernas. El pensar en cómo sería Javier ahora de hombre la hizo sentir cosas.
Volvió su atención a la conversación en la mesa.
—Todos unos charlatanes —dijo su novio con desdén—. La brujería no es más que un engaño para incautos, un negocio para los que saben manipular el miedo de la gente.
Lora estaba perdida. ¿En qué momento la conversación había cambiado de tema tan bruscamente?
El del crucifijo se removió en su asiento y chasqueó la lengua.
—No todo es falso. Hay cosas que no podemos explicar con lógica, pero eso no significa que no existan —dijo con seriedad—. ¿Acaso crees que todo en la vida tiene una explicación racional?
—Explícamelo tú. ¿Cómo permitió Dios que a esa pobre niña le pasara aquello?
Ah, pensó Lora, todavía hablaban de niños. Y de la niña, especialmente. Esa pobre niña que todos en el pueblo lamentaron más por la forma en que murió que por su muerte misma.
El del crucifijo tomó aire y, tras una pausa, dijo:
—Yo mismo viví algo raro una vez, en la casa de mis abuelos. Todos saben que quedaba justo detrás del bosquecito que arropaba lo que era el vertedero.
Su voz se tornó más baja, más grave.
—No tengo interés en dar detalles como cuando uno era más joven y quería meter miedo a los demás. Pero esa noche, mientras los adultos tomaban café y té, todo el mundo la escuchó caer en el techo. Joelis acababa de nacer y te juro por Dios que esa cosa recorrió todo el techo solo para pararse encima de él.
Lora sintió un escalofrío.
—¿Te imaginas lo terriblemente cínico que debe ser un ser para que, en medio de una conversación, se ponga a comer? —continuó el hombre, con una amargura en la voz.
El novio de Lora resopló.
—¿Y qué pasó? —preguntó con más escepticismo que curiosidad.
—Mi abuela hizo una de esas oraciones para tumbar brujas —dijo el hombre, con voz más baja—. Y puedo decir que funcionó porque lo viví.
«Pero lo peor no había sido esa noche. Unos días después, mientras nos bañabamos en la regola paralela a La Compañía, uno de mis primos decidió ir a mirar a la casa de la anciana del bosque. Lo que vio lo dejó pálido.
«La señora estaba mal. Y maldecía: «Vieja, inmunda. Maldita tú y maldita tu oración.»
Lora tomó un trago. No era algo tan impresionante. La mayoría en La Colonial tenían una o dos historias que involucraban siempre a una bruja. De toda la conversación lo único que hacía eco en su mente era:
—¿Te imaginas lo terriblemente cínico que debe ser un ser para que, en medio de una conversación, se ponga a comer?
terriblemente cínico…
se ponga a comer.
Capítulo 1. La llamada Capítulo 2: La casa de los muertos. Capítulo 3: La Compañía