Laura salió de su casa con el sigilo de quien huye de algo que nunca deja de perseguirla. El aire de la calle la recibió con un golpe seco, distinto al de siempre, como si algo aguardara más allá de su puerta. Abrió la puerta de la cerca delantera, la misma que daba a la calle, justo al lateral del parqueo. Afuera, los niños jugaban desafío, sus risas y gritos llenaban el aire con una energía que ella no recordaba haber tenido nunca. Intentó pasar desapercibida, pero los niños, con su brutal instinto de cacería, detectaron su presencia como perros tras el olor de una presa herida.
—¡Ahí va la loca! —voceó el niño con la despiadada certeza de quien sabe que sus palabras no quedarán sin eco.
Y entonces, la calle se convirtió en un campo de ejecución. Un coro de voces pequeñas y afiladas se alzó en su contra:
—¡Laura la loca, fullín de pelota!
El cántico se repetía como un látigo que la marcaba en público. Le dolía, pero no tanto como ver fantasmas. No tanto como saber que lo que ella veía no era solo una alucinación. Porque Laura sabía que estaba loca. ¿Cómo no estarlo cuando escuchaba lo que escuchaba? ¿Cuando veía lo que veía? Fantasmas en su casa. Fantasmas en la Casa de los Del Carmen… No, no fantasmas. Lo que habitaba ahí era otra cosa.
Los fantasmas susurraban (No, no, por favor, no. Yo te amo). A veces abrían puertas. Eran sombras que aparecían y desaparecían en los rincones de la casa, a medio camino entre la memoria y la locura. Pero la cosa en la familia Del Carmen no era un fantasma. Se deslizaba en la oscuridad con la malevolencia de algo consciente, de algo que sabía lo que hacía. Podía verse como una sombra, pero era más que eso. Podía comer.
Como el cerdo.

Durante dos noches seguidas, Laura lo había escuchado alimentarse cerca de la mecedora, gruñendo, revolviendo entre los restos de la casa como si tuviera hambre. Un cerdo. Pero había algo en la manera en que sus gruñidos parecían… más que gruñidos. Un sonido más profundo, más denso, como si cada inhalación llevara algo de la casa consigo, como si el aire mismo fuera devorado. Lo que fuera esa cosa, no solo comía. Absorbía.
La gente del pueblo siempre había tenido historias sobre animales que no eran solo animales. A veces un perro negro que aparecía en el camino y obligaba a dar la vuelta. A veces un cerdo que nadie recordaba haber visto antes. No los mires a los ojos demasiado tiempo, decían. No los sigas, no los nombres.
Laura no lo había mirado, pero lo había sentido. Más que eso: el cerdo la había sentido a ella. Su andar no era torpe, no era el de un animal hambriento y desesperado. Era medido, controlado. Como si no estuviera buscando comida, sino algo más. Algo que le hacía pensar que no solo buscaba alimento, sino que reconocía a quienes lo observaban. Sus ojos, diminutos y brillantes en la penumbra, tenían una inteligencia oscura, algo que la hacía sentir que no era solo un animal perdido. Era algo que sabía demasiado.
Tan pronto como Laura dejó atrás a los niños, se detuvo en seco. Hacía frío, por supuesto, como todos los inviernos en La Colonial a mitad de febrero, pero este frío era distinto. Como el cerdo, el clima también estaba impregnado de una premonición a muerte. Como si algo estuviera a punto de llegar. Algo repentino, oscuro e imprudente. Lo mismo que apareció en la cabaña.
Aún hoy, pensaba en eso. No sabía qué había sido de ella con Sammi, con la forma en que él la reclamó como si fuera un derecho, con la brutalidad disfrazada de intimidad. Como tampoco supo nunca qué era la otra cosa que estuvo allí con ellos. Lo que estuvo encima de ella.
—¿Estás segura de esto? —Sammi había encendido el jacuzzi, la pieza central de aquella habitación diseñada para que un hombre y una mujer se volvieran uno.
Laura todavía no estaba loca. Quizás oía algunas cosas en su casa: un susurro que podía ser el viento, o una puerta crujiendo cuando estaba entreabierta, alguna rata abriéndose paso.
—Sí. Estoy segura.
Sammi apagó las luces, dejando encendidas solo aquellas que titilaban como en una discoteca. Se desnudó y se acercó a Laura, guiándola con sus manos, enseñándole cómo debía tocarlo, besarlo.
—Oh, sí, qué rico —susurró, inclinándola más hacia él—. Me toca a mí.
Sammi deslizó los panties de Laura y besó su entrepierna. Ella estaba nerviosa, pero era obvio que le gustaba. Con la delicadeza de un hombre gentil, se abrió paso dentro de ella.
—¿Te pasa algo?
Laura no pudo responder. No podía articular una sola palabra. Sammi continuaba.
—¿Así? ¿Te gusta?
Pero Laura no parecía estar ahí. Y ahora que lo recordaba, volvía a estar sola en esa habitación. Sentía un ligero dolor en su parte íntima, pero lo que estaba viendo le había robado por ese momento la cordura. Ahora lo recordaba otra vez.
Lo recordaba moverse con una irrealidad espantosa, como si alguien hubiese insertado un CGI mal renderizado en su pesadilla. Como una araña. Con la agilidad sucia de una araña. Y cuando se detuvo, cuando se posó justo encima de ella y de Sammi, Laura sintió el terror absoluto de saberse observada por algo que no tenía rostro.
Pero la miraba.
Claro que la miraba.
El sonido de Sammi ahogándose en su propio placer se mezclaba con su temblor, con la incapacidad de moverse, de hacer algo más que sentirlo todo. Esa cosa parecía excitada. ¿Cómo lo sabía? No sabría decirlo. Solo lo sintió. Como sintió que disfrutaba de la escena.
La cama estaba llena de sangre. Porque lo que todavía la hacía una niña le había sido arrancado.
El momento pasó del placer de Sammi a la frustración. De la frustración a la ira. Laura no reaccionó, quedó ida, ausente, como si nada de aquello la hubiera tocado, como si no lo hubiera sentido. Y Sammi se enfureció.
—Hola, Laura.
La voz la sacó de golpe de sus pensamientos. Su cuerpo se estremeció antes de girarse. Amaury la miraba fijamente.
—Qué bueno que me encontré contigo —dijo con esa voz firme, más madura de lo que su edad debería permitir—. Iba a ir a tu casa. Quería verte. Quiero que vengas a mi casa mañana en la noche.
Laura no respondió, su corazón aún palpitaba por lo que había recordado.
—Javier viene. Llega hoy.
Vaya si algo iba a llegar también del pasado. Algo humano. Algo familiar. Alguien que, incluso cuando todos la miraban con lástima tras la muerte de sus padres, siempre la trató como una persona. Algo humano y familiar, sí, pero llegaba con un presentimiento.
